Manuel Dorrego y los magistrados de la historia

(Télam, por Francisco José Pestanha *).- El fusilamiento del Coronel Don Manuel Dorrego el 13 de diciembre de 1828 no solamente detonó una serie de acontecimientos políticos que contribuyeron a potenciar el ascenso de Juan Manuel de Rosas al poder, sino que generó además -como otros tantos hechos históricos significativos- insondables derivaciones que aún se manifiestan en la producción historiográfica, cumpliéndose en cierto sentido con el vaticinio inserto en la misiva donde Juan Lavalle anunció tal ejecución: “La historia, señor Ministro, juzgará imparcialmente si el Coronel


Dorrego ha debido o no morir...”.


La expresión de Lavalle no deja lugar a dudas respecto a que un trance de tal magnitud, según él, acarrearía consecuencias impredecibles en el futuro. Cierta duda, tal vez, embargó su espíritu al contemplar el cadáver yerto del Gobernador derrocado.
Cabe interrogarse entonces si el “cóndor ciego” tal como respetuosamente José María Rosa se refería a Lavalle, creía efectivamente en algo parecido al “juicio imparcial” de la Historia. Dado su temperamento, me inclino a sostener que dicha expresión constituyó una simple enunciación política con aspiraciones absolutorias.
No obstante ello, parecería que algunos referentes académicos dotados de ciertas veleidades se han tomado en serio ese particular juicio expresado por Lavalle y en consecuencia se han autodesignado hace tiempo como aquellos magistrados que podrían surgir del imaginario de la esquela de Lavalle.
Los hechos que componen el universo de lo pretérito suelen abordarse desde el presente, expresarse a partir de un relato oral o escrito y difundirse a través de las instituciones y de los distintos niveles educativos.
La producción y transmisión de dicho relato -entre otras funciones- tiene la de rememorar un pasado común que forma parte de una identidad colectiva y, además, la de contribuir al procesamiento y elaboración de la experiencia común.
La narración y exposición de los sucesos del pasado resulta una seductora práctica que suelen desarrollar desde historiadores profesionales hasta los más simples aficionados.
La labor particular de los académicos de la Historia -método mediante- debe orientarse a indagar con la mayor honestidad posible los sucesos pasados a fin de elaborar un relato que guarde la mayor fidelidad con éstos.
Todo ello sin dejar de observar que la objetividad resulta un imposible teórico, ya que los seres humanos nos encontramos, en algún sentido, prisioneros de nuestra propia subjetividad.
La producción historiográfica nunca es aséptica, y aunque se anhele decentemente obtener la máxima asimilación entre relato y hecho, ciertos preceptos, presupuestos y por que no prejuicios, suelen alimentar al historiador profesional y determinar parte de su obra.
En nuestro país existe una prolífica experiencia en lo que a historiografía académica refiere, experiencia que no presupone en modo alguno homogeneidad en orientaciones y conclusiones.
Dentro de nuestras instituciones universitarias conviven “escuelas” caracterizadas por posiciones ciertamente antagónicas que van desde una ya arraigada tradición liberal hasta una marxista, incluyendo la denominada Historia Social a la que algunos autores críticos le atribuyen una inclinación social demócrata.
La simple enunciación de estas tres escuelas o corrientes que conviven con otras en nuestra instituciones universitarias, da cuenta que todas ellas poseen un matriz ideológico-conceptual proveniente de teorizaciones emergentes de otros lares.
La referencia anterior no apunta ni a ensalzar ni a menoscabar sus producciones, solo a poner sobre el tapete el trasfondo ideológico que existe en la producción historiográfica institucionalizada.
He tenido la oportunidad de examinar numerosos textos representativos de las tres variantes, y cualquier individuo puede constatar esta circunstancia a través de la simple lectura de lo allí producido.
El revisionismo histórico, aunque contó con adhesiones de algunos historiadores incorporados a academias y universidades, constituye por su parte una tradición historiográfica extra-académica o para-académica.
Mucho se ha analizado respecto de las razones de dicho fenómeno. Particularmente, he estudiado durante años la cuestión, mas resultaría imposible exponer aquí el conjunto de motivos que justifican tal carácter.
No obstante algunos pormenores me permiten sostener que tanto el surgimiento de esta corriente historiográfica que, reconozco, presenta nítidos matices, como la emergencia de vertientes epistemológicas tales como el autodenominado “Pensamiento Nacional” y su persistente renovación, encuentren origen y fundamento en la insatisfacción existente en vastos sectores de la sociedad argentina respecto a las producciones emergentes del universo académico.
Tal insatisfacción no resulta un dato menor. Proviene de considerables fracciones de nuestra comunidad que consideran que tales producciones resultan cuanto menos insuficientes para dar cuenta integral de una serie de manifestaciones históricas y sociológicas altamente significativas y originales que han acontecido en nuestro continente, sobre ciertas interpretaciones que recaen sobre nuestro pasado, y sobre ciertos dictámenes emitidos por los autodesignados “magistrados de la historia”.
Un nítido ejemplo de tal insatisfacción lo fue en su época la obra revisionista de Fermín Chávez. Disconforme con el relato escolar y académico que recibió respecto a la historia de su provincia natal, Chávez escribiría ese legendario texto “Vida y Muerte de López Jordán” editado en 1957 que, en su época, vino a convulsionar toda la historiografía entrerriana.
La insatisfacción que nutre al revisionismo no implica en manera alguna la impugnación de otras miradas. Presupone resistencia, debate y disenso y tal disenso es el motor que lleva a muchos argentinos a interesase por la Historia, a realizar nuevas investigaciones y a construir nuevos relatos, a veces desde el llano.
El revisionismo, que quede claro, jamás tuvo por objetivo tumbar el panteón de próceres erigidos por los vencedores de la guerra civil ni a remplazarlos. Vino a denunciar la existencia de otros, populares, acallados, obliterados.
Como enseña Gustavo Cirigliano; “somos el conquistador y el indio, el godo y el patriota, la pampa privilegiada y el interior relegado, el inmigrante esperanzado y el gaucho condenado. Somos los dos, no uno de ellos solamente. Si nos quedamos con uno de los dos, siempre llevaremos a cuestas un cabo suelto sin anudar, siempre cargaremos un asunto inconcluso que no lograremos cerrar, siempre habrá un pedazo de nosotros que no lograremos integrar. Y todo aquello que uno no contacta ni incorpora y, por tanto, no cierra, eso no desaparece, continúa llamando, sigue siendo un mensaje en espera de ser recibido, reclamando ser escuchado”.
Y es tal vez ese reclamo que enuncia Cirigliano el que impulsa a las nuevas generaciones a revisar una narración que aún, para muchos, sigue siendo sesgada, parcial, y negadora. Recomiendo al mundo académico la apertura de genuinas líneas de investigación que permitan dar cuenta del raudal de interesantísimos trabajos históricos regionales que han publicado en esta última década ignorados historiadores de nuestras provincias respecto a cuestiones sobre los que el dictamen de los “magistrados” aparece como cerrado.
Donde hay una necesidad hay un derecho. Surge de esta forma el de expresarse ante la inconformidad que genera un relato definido y cerrado, provenga de donde provenga.
Pero además donde existe un indicador significativo allí debería estar el científico, observándolo para comprenderlo. Creo que el mundo académico debería prestar especial atención a esta circunstancia que constituye un fenómeno sociológico e histórico altamente relevante y que justifica la apertura de nuevos espacios para el debate de lo histórico.
Causa especial extrañeza la diatriba con ribetes escandalosos que ha pululado estos días por el entramado mediático contra la creación por Decreto Presidencial de un espacio como el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, Instituto cuyo objetivo principal, me consta, es el de coadyuvar con esas otras miradas que surgen de las entrañas del país.
Causa asombro que tal diatriba provenga de quienes se encuentran obligados a observar la realidad.
Causa cierta estupefacción que quienes critican el surgimiento de un instituto revisionista, ignoren que el
revisionismo nunca vino a disputar saberes académicos, sino a complementarlos desde miradas alternativas.
Causa, por último, indignación que para atacar la creación del Instituto se haya recurrido a la injuria, al menoscabo y al ninguneo.
Los académicos que con tanto encono han intentado desacreditar a creación del Instituto Dorrego, deberían
interrogarse profundamente respecto de las razones por las cuales se produjo el resurgimiento revisionista. Sobre su trasfondo sociológico y sobre los fundamentos que determinaron tal renacer.
La única magistratura competente para juzgar las conductas históricas de sus referentes la detenta el pueblo. Una sociedad que se precie de democrática no puede aceptar que tal dictamen provenga de cenáculos reducidos que ni siquiera estén dispuestos a escuchar tal claros y precisos reclamos.
Mas aún cuando lo que está verdaderamente en juego es el devenir de un protagonismo que es esencialmente colectivo.

* Es escritor, ensayista y miembro del Instituto Nacional de
Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego.

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